martes, diciembre 14, 2010

La abanderada de los humildes (3)


“El cronista que narra acontecimientos sin distinguir entre grandes y pequeños
se guía, al hacerlo, por esta verdad: de todo lo ocurrido, nada debe ser considerado
como perdido para la Historia.”

“El verdadero rostro de la Historia pasa raudamente. Sólo puede retenerse
el pasado como una imagen que, en el instante mismo en que se deja reconocer,
emite un resplandor que nunca volverá a verse.”

Walter Benjamin: “Tesis sobre filosofía de la Historia”



(Star Quality) (Edgardo Cozarinsky)

Anoche soñé con ella. La vi en la pantalla de televisión, toda gris y azul, y no parecía sentirse a gusto. Quería volver a la radio y le prometí ayudarla. La ausencia de feedback nos dejó, a ella con un aire desconsolado y a mí con un resabio de impotencia. Esta mañana, al despertarme, ya sabía que nunca iba a hacer un film sobre ella. Había jugado con la idea durante años. Había puesto por escrito secuencias enteras. Había visto en mi mente imágenes precisas: recuerdo cómo estaban iluminadas, dónde un corte las unía y las separaba.
Tal vez no lo intento de puro cobarde. ¿Qué temo? ¿Que la ambigua fascinación que ella me inspira no sea la hagiografía reclamada por sus fans desamparados? ¿Que me insulten? ¿Que intenten atacarme? ¿O acaso temo que, si me arriesgo, yo mismo me convierta en uno de ellos?
Recuerdo la primera toma que nunca será: de la niebla espesa del amanecer se desprende lentamente una forma oscura, indefinida; al acercarse, se va convirtiendo en una anciana que cruza la pampa sobre una carreta. Es una comadrona india, a quien pocas horas antes le han avisado que el parto no demorará. Es apropiadamente arrugada e inescrutable.
¡Qué justo que sea uno de los últimos seres de una raza en vías de extinción quien la traiga a la vida! También: que sus orígenes, como corresponde al héroe o al santo, hayan sido oscuros, aun más: oscurecidos por ella misma en su edad adulta. Cuando obtuvo fama y poder, la página donde se anotó su nacimiento iba a ser arrancada del registro municipal. ¿Cómo podía importarle tanto el desdén pequeño burgués para el cual una bastarda era persona no grata? Para quienes la odiaban ya era una puta, como lo es toda mujer cuando se anima más allá del papel que la sociedad le asigna.
Y esa sociedad no podía tolerar ninguna mezcla de géneros, ninguna fantasía en el reparto de personajes. Sus ideas de sainete y melodrama estaban nítidamente delimitadas y no había terreno intermedio posible. Cuando el padre murió, la madre cargó a los cuatro chicos en un sulky y se dirigió al velorio. Aunque reconocidos durante años como la «segunda familia» del otrora poderoso caudillo local (las tres niñas y el varón llevaban su apellido), la viuda legítima les negó la entrada. Sólo cuando el cura de la familia (¡esa impúdica machietta latinoamericana, colorida y lacrimógena!) unió las manos de ambas mujeres (ignorando seguramente que repetía el gesto con que Brigitte Helm reconciliaba Capital y Trabajo al final de Metrópolis de Thea von Harbou), las viudas se abrazaron, redoblando su llanto ante la descendencia boquiabierta del prolífico difunto. De veras: sólo los folletines mexicanos más formalizados pueden ilustrar, a quienes interese la falacia estética del reflejo, sobre una sociedad agraria nutrida de catolicismo importado de España.
La madre hospedaba a viajantes de comercio en la casa convertida en pensión. Una hermana obtuvo un puesto mal pagado en la oficina de correos local: aun para tan poco hubo que mover influencias políticas. El hermano partió hacia la gran ciudad. En esos días las películas ya hablaban, pero en el pueblo no había cine. Todas las noches la gente se reunía alrededor de la radio. Algunas eran cajas cuadradas con la parte superior redondeada; otras eran construcciones fantasiosas, flamígeras catedrales cuya madera tallada se entrelazaba en torno a una lana nudosa.
Melodías plañideras o chirriantes del hit parade; noticias trasmitidas por locutores a quienes evidentemente conmovía la simultaneidad misma que estaban obteniendo; intricados argumentos de novelas en episodios, con oberturas declamatorias y una culminación cada seis minutos, puntuadas por bronces y cuerdas; chistes como codazos en las costillas; voces anónimas para los anuncios... La suma de estos retazos producía algo distinto pero coincidente: un más allá, otro mundo. La ausencia de imagen (inimaginable, entonces) permitía a ese impalpable dominio aceptar cualquier trama que sus aislados oyentes desearan hilar.
Me gusta pensar en ella, a quien todos describen como una chica tristona con pocos amigos, nada interesada en el ocasional suspirante vecino, absorta en esos ruidos que le llegaban del espacio exterior. Nunca iba a ser una estrella de cine, aunque trataron de convertirla en una, y en el escenario apenas fue más allá de «La cena está servida» o «Los caballos están ensillados», según la época y el ambiente.
Conoció, sin embargo, esperanzas y humillaciones minuciosas. Debió esperar durante horas para ver a un secretario de redacción que le prometería publicar su foto en la página 64 de Sintonía. Una noche de estreno, un ramo de rosas amarillas le fue entregado por error: el asistente novicio no advirtió que la primera actriz de la compañía tenía el mismo nombre de pila... Más tarde, la diva, cuyo público pertenecía a esa clase media alta a quien ella más debía ofender pocos años después, entró en el camarín que compartían seis actrices menores para recuperar sus rosas; allí pronunció palabras que una de ellas, al llegar al poder, recordaría.
La verdad, creo, es que se acordaba de todo: principalmente de esas propias personas que desechaba, a medida que iba añadiendo nuevos papeles a su única carrera, aquella que, después de cierto momento (¿cuál?), entendió que era la única. Fue así como la radio le permitió, todas las noches, a las ocho, alcanzar al público que la había despreciado, en su pueblo natal, para decirles «Aquí estoy». Fue así como el poder le permitió, años después, responder a la diva cuya réplica apresurada había permanecido en su memoria. Gracias a la radio pudo interpretar a Catalina la Grande, a Florence Nightingale, a Madame Chang Kai Shek, en una serie profética donde halló un libreto básico para las situaciones que pronto iba a enfrentar fuera de los auditorios.
Sin embargo, debe haber habido un día (más probablemente una noche) en que nada especial ocurrió durante la trasmisión, pero en que una súbita, inexplicable rajadura en la rutina cotidiana la habrá deslumbrado con la revelación de que no tenía talento de actriz. O que ese talento era para otros papeles. Más bien: para otro escenario. Y el papel que podía representar en ese otro escenario debía crearlo a partir de cero. Era un papel que la sociedad donde vivía no permitía interpretar a una mujer. Eligió (o tal vez aceptó humildemente, sin entenderlo muy bien) que a partir de ese momento su vida sería un ultraje para algunos, una bendición para otros. Y en esa sociedad, por lo menos al principio, necesitaba a un hombre para afirmar su propio personaje.
Esta cronología puede estar equivocada o ser meramente imprecisa. Pero los documentos son escasos, no parecen dignos de confianza, están teñidos por la devoción o el rencor. Prefiero creer que fue en esa misma noche cuando, en vez de volver al cuarto de pensión compartido, para lavar un par de medias o remendar una combinación (la ventana entreabierta lo suficiente para dejar pasar el aire nocturno, que siempre promete algo de fresco, pero no tanto como para revelar su figura atareada a la curiosidad de los vecinos o a la atención vacante de un transeúnte), se dejó convencer por otra actriz secundaria del mismo elenco radial, que la invitaba a un beneficio: tal vez el dedicado a las víctimas del terremoto de San Juan. La amiga conocía gente «influyente». Un automóvil pasaría a buscarlas. La puerta del sedán negro se habrá abierto, el amigo de la amiga habrá sonreído desde el volante («Veo que invitaste a una amiga») y habrá hecho las presentaciones: otro hombre, desde la honda penumbra del asiento trasero, habrá extendido una mano segura: «Mucho gusto, señorita». Ella habrá respondido: «El gusto es mío, coronel». (Sólo más tarde vería la cara marcada, como podrida, y la sonrisa de careta.)
¿Sabía ella, en ese momento?
El film, de todos modos, terminaba (nunca terminará) allí: con ella en el umbral de la Historia. Un fundido a negro debía seguir a ese despliegue de modales aplicados. Sobre la imagen negra debían sonar los tres golpes tradicionales para anunciar que se alzaba el telón, guiándola para salir de la oscuridad mientras una delgada línea de luz se iba ampliando, creciendo hasta que ella llegaba, enceguecida, ensordecida, al balcón bajo el cual saludaban su aparición los miles de personas que cubrían toda la Plaza de Mayo, apenas una figura diminuta para los que estaban sobre las ramas de los árboles al principio de la Avenida de Mayo, y sin embargo los alcanzaba, los sacudía, los silenciaba, los domaba, los exaltaba, los poseía con esa voz inmensamente elocuente que los altoparlantes podían deformar pero no disminuir, porque estaba adiestrada para vencer a los más rudimentarios aparatos de radio que podían sintonizarla en un pueblo al borde de la pampa, esa voz que tal vez, aun en esa hora de estrellato, se dirigía solamente a ellos.
Murió pocos meses después que la televisión llegó a la Argentina.*

(1975)

«Eva Perón, "Evita", née María Eva Duarte, en 1919, en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, Argentina. Actriz de la escena, el cinematógrafo y la radiotelefonía, contrajo enlace en 1945 con el coronel Juan Domingo Perón, ministro de Trabajo, que sería electo presidente de la República al año siguiente. Falleció en 1952, de cáncer, en Buenos Aires.»

Fuente: Cozarinsky, Edgardo ([1985] 2002): Vudú urbano, Buenos Aires, Emecé, pp. 71-76.

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